El balcón
La mujer estaba sentada en su balcón. El sol le calentaba el lado derecho de su rostro. No percibía la calidez del atardecer primaveral. Ella estaba esperando a su amante. Ella esperaba a un amante que jamás vendría. O, por lo menos, no vendría esa tarde de invierno, que parecÌa primavera, mientras ella se asomaba por su balcón, su vista alzada, buscando. Algo. Nada. ¿A quién esperaba? A su amante. Pero no había amante, y eso era lo peor. Su esposo estaba dentro de la casa haciendo no sé qué mientras ella se atormentaba, sola, en el balcón.
Pudiera haber sido su amante, ella pensó. Pero no. Ahora, ¿dónde demonios encontrarlo? El reflejo hiriente de luz en la defensa del vocho le provocó una ceguera momentánea en la cual creyó haber visto a Dios. Y eso que no era creyente. Salvo los momentos de desesperación repentina, cuando no creer le resultaba más difícil que apaciguarse (y eso era bastante difícil en sí). En esos casos, optaba por creer en algo. En un amante que vendría a las cinco de la tarde para bajarla de su trono en el balcón, desapercibido por el marido que hacía no sé qué, y que, después del shock inicial, no la extrañaría mucho.
Más vale que venga mañana, pensó, ya que se va la luz. Le provocó escalofrío el viento del atardecer que se iba transformando el día primaveral en una noche invernal, o infernal, como quiera que lo vea. Ella seguía sentada en aquel balcón cuando alguién tocó el timbre de abajo. Se oyó unos movimientos ruidosos desde adentro de la casa que no le preocuparon mucho a la mujer sentada. Ya eran muchos años de preocuparse. Ya no vino su amante y estaba cansada. Tal vez mañana, sí, tal vez mañana... y mañana volvería a sentarse en el balcón, como pajarito, mas no podía volar, ni siquiera para aventarse contra las rejas. Las rejas invisibles, que algunos dirían que no existen, o que para ella sí son visibles, sólo que la gente no tiene la capacidad de ver más allá. Y eso que no era creyente.
Yo no opino mucho sobre el asunto, aunque quién sabe, igual y tiene razón la señora. En realidad, no la conozco bien, de hecho, sólo la observo desde mi balcón.
Ella está sentada ahora mismo, esperando a su amante. A veces parece que tiene un aire de tristeza muy profunda, y otros días más bien una frustración que le dan ganas de tirar las plantas desde su mismo balcón para verlas caer y estallar, astillándose en mil pedazos, mientras su marido hace no sé qué, o baja para atender la puerta, ya que tocaron hace unos minutos.
Hoy por lo menos así la veo, con ganas de gritar, de romper el vidrio que la separa del mundo. ¿Hoy vendrá? Tiene que preguntárselo a sí misma porque no hay nadie quien le conteste. No hace falta decirlo en voz alta, la pregunta está inscrita en su rostro, calentado por el solecito del atardecer, aunque hay que descifrarla. Las mujeres no vienen con manuales de casamiento, Ése es el problema. Pero, por lo menos, los departamentos en la ciudad vienen con balcones perfectos para asomarse las tardes de invierno, que más bien parecen de primavera, para buscar a un amante, como el de Lady Chatterly, o de Ana Karenina, o de Madame Bovary, ya que el final es siempre lo mismo aunque no sea igual.
--- Ilana Dann
1 febrero 1999, MÈxico, D.F.
Pudiera haber sido su amante, ella pensó. Pero no. Ahora, ¿dónde demonios encontrarlo? El reflejo hiriente de luz en la defensa del vocho le provocó una ceguera momentánea en la cual creyó haber visto a Dios. Y eso que no era creyente. Salvo los momentos de desesperación repentina, cuando no creer le resultaba más difícil que apaciguarse (y eso era bastante difícil en sí). En esos casos, optaba por creer en algo. En un amante que vendría a las cinco de la tarde para bajarla de su trono en el balcón, desapercibido por el marido que hacía no sé qué, y que, después del shock inicial, no la extrañaría mucho.
Más vale que venga mañana, pensó, ya que se va la luz. Le provocó escalofrío el viento del atardecer que se iba transformando el día primaveral en una noche invernal, o infernal, como quiera que lo vea. Ella seguía sentada en aquel balcón cuando alguién tocó el timbre de abajo. Se oyó unos movimientos ruidosos desde adentro de la casa que no le preocuparon mucho a la mujer sentada. Ya eran muchos años de preocuparse. Ya no vino su amante y estaba cansada. Tal vez mañana, sí, tal vez mañana... y mañana volvería a sentarse en el balcón, como pajarito, mas no podía volar, ni siquiera para aventarse contra las rejas. Las rejas invisibles, que algunos dirían que no existen, o que para ella sí son visibles, sólo que la gente no tiene la capacidad de ver más allá. Y eso que no era creyente.
Yo no opino mucho sobre el asunto, aunque quién sabe, igual y tiene razón la señora. En realidad, no la conozco bien, de hecho, sólo la observo desde mi balcón.
Ella está sentada ahora mismo, esperando a su amante. A veces parece que tiene un aire de tristeza muy profunda, y otros días más bien una frustración que le dan ganas de tirar las plantas desde su mismo balcón para verlas caer y estallar, astillándose en mil pedazos, mientras su marido hace no sé qué, o baja para atender la puerta, ya que tocaron hace unos minutos.
Hoy por lo menos así la veo, con ganas de gritar, de romper el vidrio que la separa del mundo. ¿Hoy vendrá? Tiene que preguntárselo a sí misma porque no hay nadie quien le conteste. No hace falta decirlo en voz alta, la pregunta está inscrita en su rostro, calentado por el solecito del atardecer, aunque hay que descifrarla. Las mujeres no vienen con manuales de casamiento, Ése es el problema. Pero, por lo menos, los departamentos en la ciudad vienen con balcones perfectos para asomarse las tardes de invierno, que más bien parecen de primavera, para buscar a un amante, como el de Lady Chatterly, o de Ana Karenina, o de Madame Bovary, ya que el final es siempre lo mismo aunque no sea igual.
--- Ilana Dann
1 febrero 1999, MÈxico, D.F.
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