A propósito Cuevas
Llegué
a la casa cansada. Es decir, sudando con ese calor frío que acompaña una
agitación física y emocional del ajetreo del transporte público, combinado con
la frescura de la temprana noche húmeda de este valle que se iba apagando al
final de la jornada.
Habrán sido las 7 cuando mucho, y
habrá sido noviembre porque vivía en ese cuarto piso, sin elevador, sobre
Patriotismo, con Andrés y Teo pero agradecida de que mi trayecto a la escuela
sólo fuera de un pesero de 3 pesos con 50, directito de la esquina a la
Universidad, en vez de que fuera pesero desde las Bombas, metro Tasqueña,
trasbordo apresurado en Chabacano, hasta Tacubaya (o a veces Pino Suárez hasta
Observatorio, si no me veía lista, o mi lectura de obras teatrales me dejara
pegada a la silla y perdiera mi bajada) y pesero de nuevo hasta llegar al
umbral de la Universidad privada a la que me mandaron por ser también de una
escuela de “élite”.
“¿A poco pisas metro, güey?” me había
interrogado una compañera, incrédula y bastante mamona que vivía en la Nápoles,
ni que fuera para tanto, pero cuya línea en la arena, aparentemente, era jamás
verse entre la plebe que pujaba, como reloj, en horas pico, pulsando en
colectividad para entrar como sardinas o como muéganos, en los vagones que
dieron el triple o cuádruple del cupo imaginado en su diseño original.
“Es una postura ética ante la vida”
le habré replicado, o quizá sólo me riera, también experta en las artes de la
mamonecia, echando mi larga cabellera naturalmente rubia y rizada por detrás de mi hombro con un gesto distraído, casi sin querer queriendo. Sobra decir que entendía muy poco, y me
creía muy sabia. Era adolescente en fin.
Si bien el edificio carecía de
elevador, el departamento carecía de un refri funcional, de un timbre o
interfón (lo cual obligaba que la gente que llegara por ti se pusiera cuatro
pisos abajo a gritar o chiflar o pitar el cláxon con la esperanza que
escucharas y les aventaras la llave por la ventana para que pudieran subir sin
que tuvieras tú que bajar y subir de nuevo), carecía también de agua libre de bichitos rojos o
negros, que en la fría luz del día, sin microscopio, se vieran como ranacuajos
en miniatura, y que seguramente, a pesar de la delgada tela que usábamos para
filtrar la apertura del grifo, y a pesar de las gotitas yodatadas, seguramente
eran causa de mi malestar intestinal perene… pero nada de eso me importaba.
Estaba bastante contenta con el cuarto privado que me cedieron, con acceso al
único baño, con colchón en el piso alfombrado,
y libros enfilados en circuito por tres cuartos de las paredes, y una
puerta que en la noche cerraba, en contra de mi propia naturaleza, pero que
dejara fuera el humo de los cigarros y el ruido de los hermanos que conversaran
mientras yo me entregara a la lectura asidua. Ellos cada noche sacaban sus
colchones de detrás del sillón y dormían como si esto fuera un experimento
relacional, o un campamento temporal, no la situación de un par de hombres a la
mitad de su vida, padres separados, trabajadores, no como si fuera la vida
real. Pero era. Quizá todavía es. No lo sé.
Ese día llegué, cansada. Quizá
fuera jueves y marcara el fin de mi semana escolar. Venía sin rumbo, ni plan.
Resulta que mi situación de gringa rara hacía que no tuviera muchos amigos de
mi propia edad, o quizá fuera porque los alumnos de letras ya tenían bien
formados sus grupitos, y yo, que era invasora e ignorante además, pero con un
curioso manejo de la lengua si no de las costumbres (para mí ignotas),
simplemente no cuadraba. O quizá porque vivía la mayoría de mi tiempo en mi
propia cabeza, escribiendo poesía truncada, o leyendo, tirada boca abajo en el
pasto con poses poco apropiados para una damita mientras el resto del alumnado se
vestía con ropa comprada en fines de semana de shopping al extranjero, abrazándose, coqueteando y fumando
alrededor de la fuente en el centro del campus. Desconozco los motivos, pero venía
como solía hacer, sola, sin ninguna idea de lo que el fin de semana me deparara y sin que eso me causara ninguna molestia.
Subo los escalones, saltando de dos
en dos, como yegua en la recta final. Siempre he sido así, un poco salvaje, un
poco vale madres, un poco desatenta a lo que sucede fuera de mí hasta que me
interese indagar. Abro la puerta con estruendo, dejando caer mis útiles en el
piso de loza. Andrés me mira con su sonrisa chueca.
“Ponte guapa, vamos a una
exposición.”
“¿Qué tan guapa?” pregunto, un poco
nerviosa porque no suelo llevar ropa de vestir, y no tengo, de todas formas,
nada ya que he estado bajando de peso misteriosamente. Se me ahuyenta un poco
el cansancio, con la ansiedad que esta propuesta me provoca.
“Sólo cámbiate. Ponte algo negro.
Siempre te ves bien de negro.”
Teo sale de la recámara, recién
bañado, “Sí, ya vámonos saliendo. Empieza a las ocho en la Roma. Hay que llegar
al comienzo.”
Quizá habría que explicar un poco de
la historia de fondo. Andrés y Teo son de ese grupo de hombres que van rondando
por las aperturas de galería, aprovechándose de la oferta cultural de la ciudad
para emborracharse gratis, mientras también consumen exposiciones de
vanguardia, o de arte totalmente tradicional, neobarroco, figurativo, paisajista… da igual. El chiste es sacar el periódico y escanear los anuncios
para el sitio donde mejor tequila vayan a servir, en las zonas más cómodas para
acceder. Andrés trae coche. Es un vochito azul y es de su jefa, la licenciada.
Sus días se van en llevar paquetes para entregar de un lado de la ciudad a
otra. Ellos llevan un par de meses llevándome de acá para allá, ya que di el
afirmativo de que me gustaba el arte y me daba gusto acompañarlos. Claro. Todo
era nuevo.
En general, ellos iban más que yo,
pero durante un par de meses, una o dos veces a la semana, me encontraba en la
situación de haber recorrido una pequeña galería, conversado conmigo misma la
calidad, significado o contenido emocional de la exposición y esperado
gentilmente a que los meseros esquivos les entregara un último caballito a los
hermanos y sus cuates, mientras con mala cara les hacía saber que se acababa la
fiesta. Ya reconocía las caras de algunos de este grupo de consigna incógnita.
Los observaba yo, hasta más que el arte colgado en las paredes, tratando de
sacar un sentido cohesivo de su fraternidad. Se me escapaba. Yo sólo veía que
después de dos o tres copas, ya empezaban, algunos, a discutir con más fuerza,
sus gestos se hacían lentos, sus caras retorcidas, y parecían hechos de barro.
Perseguían las bandejas cargadas de chupe gratis, echándose, de pronto unos
canapés para puntuar sus largos sorbos etílicos. Casi no había mujeres. Es
decir, llegaban parejas, consumidoras de cultura, tomaban una copita y se iban,
pero a este grupo misterioso, sin nombre ni afiliación, no se unía ninguna
mujer que yo viera. Me sentía, como es de esperar, fuera de lugar, pero
suficientemente ajena al asunto que no me sintiera implicada. No bebía nada y
me parecía divertido ver el juego de acecho entre ellos y los meseros que si
bien no los conocían, tenían órdenes expresas de no servir demás, ya que no era
un vil antro, sino el alcohol servía de toque decoroso al consumo de “alta
cultura”.
No sé qué ponerme, pero mis opciones
son tan limitadas que termino con un pantalón negro, medio aterciopelado, unos
zapatos negros de cuero, sensatos, léase: sin tacón (los cuales me apartaba de
una de la mayoría de la población femenina de la ciudad por lo observado), una
blusa-playera que se me ajusta bien enmarcando con destellos de luz mi busto
amplio, y un suetercito para el frío que ya cae a la par de la luz crepuscular.
Es decir, puro colegiala, cero
elegancia.
“Vámonos.”
“Pérenme,” gruño, “tengo que comer
algo…”
Los veo
con cara de exasperación mientras como una guayaba ya pasadita que está
perfumando la cocina que, me dicen, quedó sin gas esa mañana. Me vale, tengo
hambre.
“¿Ya niña?”
“Ya”, me limpio la boca con el
envés de mi mano, busco una servilleta o algo para limpiarme la mano y no
encuentro, pienso dos veces antes de secarme en el pantalón, y siento
incrementar la ansia colectiva. Me jala del brazo Andrés de esa forma de quien
se adueña de lo que no es propietario, un gesto que ya hace un par de semanas
reconocí con incomodidad, mientras me paseara por la Roma, curiosamente
parándonos en pequeños locales, talleres retacados de telas, máquinas de coser,
cueros curtidos en el que se reunían hombres, algunos chimuelos y con las manos
grasosas del trabajo, para chupar y jugar a las cartas sobre mesas desplegables
hasta las altas horas. Había pensado—no sin disgusto—me está presumiendo con
sus cuates, como si yo fuera trofeo. Pero ese pensamiento lo espanté para no
romper mi felicidad precariamente ganada en cuanto a vivienda. En ese gesto
poco paternal volví a sentir la misma náusea, la volví a ignorar… al final, me
llevaba más de 20 años, y además yo había sido novia de su hermano menor…
lógicamente, tendría que entender que las cosas no iban por ahí.
En 10 minutos, ya estamos frente a
una casa de cultura de arquitectura decimonónica, pura piedra y escaleras
amplias, iluminada con un diseño de colores coherentes que conducían a una
pasarela central y un umbral enorme de madera tallada. Veo la larga cola de
gente bien vestida, en ropa de gala, con invitaciones personalizadas
caligráficamente en la mano. Siento que el corazón se me revienta, y una piedra
cae en la boca de mi estómago. Me mareo. Me quiero echar para atrás, correr en
la noche fría, sola.
“No tenemos invitación” le digo en
un susurro agitado a Andrés, que me está sujetando el brazo.
“Tú sígueme, nos vamos a colar.”
“No mames.”
“Ya vente.”
Y no sé cómo, pero me dejo llevar
por el miedo al espectáculo, o por miedo de quedarme espantada a media calle
sola, y nos infiltramos a la cola ya en la puerta, y el chavo que está
revisando las invitaciones le hace un ademán de reconocimiento a Teo, leve,
casi imperceptible, con un movimiento de su mandíbula y un parpadeo, y ya,
pasamos.
“Es una retrospectiva de José Luis
Cuevas. Sí lo ubicas, ¿no?”
Mis ojos como dagas son la única
respuesta a Andrés, pero claro que sí lo conozco porque pocas semanas antes,
hurgando en las pilas de libros en una de las librerías de viejo en Donceles,
había dado con el último ejemplar de un tiraje ya agotado de El libro vacío
(necesario para mi clase de narrativa mexicana) cuya tapa lucía un diseño
suyo—imposible no reconocer el estilo único de caras desfiguradas y
monstruosas, cubistas.
Navegamos el espacio lleno de gente
fuera de mi órbita y pienso, al menos aquí nadie me conoce, y a la vez estoy
rezando a un dios en el que no creo que me trague la tierra de inmediato.
Pasamos por pasillos llenos de obstáculos, es decir, esculturas
estratégicamente puestas para prolongar mi miseria, y trato con afán
desesperado de meterme al corazón latente de la exposición sin que nadie me
delate, alejándome con paso apresurado, de Teo y Andrés y su bola de conocidos
que ya se están saludando con palmadas en la espalda. Estoy mareada. Se me
regala una copa de champán y acepto, consciente de que quiero disimular mi
rareza, mi condición de no-invitada a la fiesta. Vago por la planta baja de la
exposición tratando de desaparecerme, de desintegrar mi ser burdo y torpe y
fuera de lugar, pero las paredes son blancas, y yo estoy vestida de negro, y al
final, aunque siempre lo he querido, nunca se me ha dado el don de la
invisibilidad.
“Ayyyyy, nena…” oigo una voz nasal
penetrar mi soliloquio interno de la vergüenza, y alzo la vista para encontrar
una compañera de mi clase de teatro, bajando los escalones, con un vestido
plateado transparente, de una tela casi líquida, “qué lindo verte por acá.
Hasta por fin sales”. Para acabar de humillarme, baja con un gesto de
bailarina, y me saluda de beso. No sé si su risa es de genuina alegría o de
malicia, y todo parece girar, fuera de enfoque, las caras de sus acompañantes,
hombres pulcros, galanes, altos, con agua de colonia que no arroja dejes
punzantes de etanol como en el que suelen bañarse los oficinistas y
trabajadores de clases subyacentes. Esto es la alta burguesía, pienso, y se me
cierra la garganta y quiero que me borre de pronto la luz cegadora de la que
cantaba Silvio aunque la situación fuera otra.
Me desafano de sus garras de
inquisidora, con un mínimo roce, “sí, sí, te veo el martes”. Sonrisa falsa, la
mía, mi máscara de acero, de sangrona que encontré por ahí para sobrevivir mis
cursos en el que si no me tachan de idiota, me ignoran por completo. Quisiera
escaparme de esta pesadilla. Casi no puedo respirar, voy subiendo la escalera
de dos en dos, sin correr, claro, para
buscar algún rincón dónde sentarme hasta que pase este pánico, huyendo cual
criminal, de la escena del crimen. Sigilosa y gatuna.
De repente, Andrés me abraza desde
atrás, y siento el pesar de su aliento alcohólico en mi cuello, sus brazos ya
flojos como marioneta cuyas cuerdas se soltaron, posando sobre mis hombros.
Siento una mezcla de miedo y pena, y sigo subiendo la escalera ya a un paso más
rápido. Subo, y subo, saltando pisos y pasillos de exposición, cuerpos envueltos
en telas pasadas por las manos de sastres de alta categoría, sin color,
transparente, quiero convertirme en agua cristalina y escurrirme por las
ventanas que dan al patio central. Y no sé cómo, pero a pesar de su estado
ebrio, Andrés sigue escalando al lado mío, dando las vueltas al infinito hasta
llegar al último piso, donde ya no hay exposición, sino está la oficina de la
dueña (por el decorado adivino que es dueña) de la galería. Hay un baño. Me
escabullo y cierro la puerta. Andrés me sigue con unos ojos que me asustan,
llenos de esperanzas mal puestas, fantasías no correspondidas, que hacen de su
cara una máscara más, podría ser una de las obras, una escultura monstruosa y
viviente. Me meo, no sin antes bajarme los pantalones, me quedo, respirando sobre
la taza de porcelana, con mis pantalones sin chiste por mis tobillos. Pienso,
tengo que levantarme, tengo que volverme a vestir, tengo que salir allí donde
ya no soy anónima. Pasan minutos que son horas, u horas que son minutos. No
lloro. Me echo agua en la cara y me veo en el espejo, no me reconozco, me
desdoblo. Yo y mi otra, los ojos que me miran son fieramente
esmeraldados con destellos dorados. YA salte, me regaño.
Y abro la puerta para encontrarme a
Andrés, con una sonrisa estúpida, y un ramo de flores en la mano que me
presenta como regalo que minutos antes había yo visto en un florero en la mesa
de la directora.
“No las quiero” le digo, gélida. Y
se queda ahí, insistiendo en que tome las flores hurtadas. Lo dejo solo, con
las pendejas flores en la mano y bajo ya corriendo, ya sin importarme nada, con
el viento en la espalda que genero con mi propia rabia. Y salgo a la noche,
sola, donde agarro el primer taxi que veo. Teo me grita algo, pero no volteo,
Andrés lo alcanza y los veo achicarse en el retrovisor, aún con copas en la
mano.
Por la mañana me disculpo con la
excusa de que se me había descompuesto mi pancita. Teo me trae sopita. A Andrés
no le puedo mirar a los ojos ya. Me siento invadida. Al mes me escapo a la
playa y luego me voy de la casa, a vivir con un novio que no me conviene. Pero
eso sí, siempre tendremos a Cuevas.
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