martes, julio 25, 2017

A propósito Cuevas

            Llegué a la casa cansada. Es decir, sudando con ese calor frío que acompaña una agitación física y emocional del ajetreo del transporte público, combinado con la frescura de la temprana noche húmeda de este valle que se iba apagando al final de la jornada.
            Habrán sido las 7 cuando mucho, y habrá sido noviembre porque vivía en ese cuarto piso, sin elevador, sobre Patriotismo, con Andrés y Teo pero agradecida de que mi trayecto a la escuela sólo fuera de un pesero de 3 pesos con 50, directito de la esquina a la Universidad, en vez de que fuera pesero desde las Bombas, metro Tasqueña, trasbordo apresurado en Chabacano, hasta Tacubaya (o a veces Pino Suárez hasta Observatorio, si no me veía lista, o mi lectura de obras teatrales me dejara pegada a la silla y perdiera mi bajada) y pesero de nuevo hasta llegar al umbral de la Universidad privada a la que me mandaron por ser también de una escuela de “élite”.
            “¿A poco pisas metro, güey?” me había interrogado una compañera, incrédula y bastante mamona que vivía en la Nápoles, ni que fuera para tanto, pero cuya línea en la arena, aparentemente, era jamás verse entre la plebe que pujaba, como reloj, en horas pico, pulsando en colectividad para entrar como sardinas o como muéganos, en los vagones que dieron el triple o cuádruple del cupo imaginado en su diseño original.
            “Es una postura ética ante la vida” le habré replicado, o quizá sólo me riera, también experta en las artes de la mamonecia, echando mi larga cabellera naturalmente rubia y rizada  por detrás de mi hombro con un gesto distraído, casi sin querer queriendo. Sobra decir que entendía muy poco, y me creía muy sabia. Era adolescente en fin.
            Si bien el edificio carecía de elevador, el departamento carecía de un refri funcional, de un timbre o interfón (lo cual obligaba que la gente que llegara por ti se pusiera cuatro pisos abajo a gritar o chiflar o pitar el cláxon con la esperanza que escucharas y les aventaras la llave por la ventana para que pudieran subir sin que tuvieras tú que bajar y subir de nuevo), carecía  también de agua libre de bichitos rojos o negros, que en la fría luz del día, sin microscopio, se vieran como ranacuajos en miniatura, y que seguramente, a pesar de la delgada tela que usábamos para filtrar la apertura del grifo, y a pesar de las gotitas yodatadas, seguramente eran causa de mi malestar intestinal perene… pero nada de eso me importaba. Estaba bastante contenta con el cuarto privado que me cedieron, con acceso al único baño, con colchón en el piso alfombrado,  y libros enfilados en circuito por tres cuartos de las paredes, y una puerta que en la noche cerraba, en contra de mi propia naturaleza, pero que dejara fuera el humo de los cigarros y el ruido de los hermanos que conversaran mientras yo me entregara a la lectura asidua. Ellos cada noche sacaban sus colchones de detrás del sillón y dormían como si esto fuera un experimento relacional, o un campamento temporal, no la situación de un par de hombres a la mitad de su vida, padres separados, trabajadores, no como si fuera la vida real. Pero era. Quizá todavía es. No lo sé.
            Ese día llegué, cansada. Quizá fuera jueves y marcara el fin de mi semana escolar. Venía sin rumbo, ni plan. Resulta que mi situación de gringa rara hacía que no tuviera muchos amigos de mi propia edad, o quizá fuera porque los alumnos de letras ya tenían bien formados sus grupitos, y yo, que era invasora e ignorante además, pero con un curioso manejo de la lengua si no de las costumbres (para mí ignotas), simplemente no cuadraba. O quizá porque vivía la mayoría de mi tiempo en mi propia cabeza, escribiendo poesía truncada, o leyendo, tirada boca abajo en el pasto con poses poco apropiados para una damita mientras el resto del alumnado se vestía con ropa comprada en fines de semana de shopping al extranjero, abrazándose, coqueteando y fumando alrededor de la fuente en el centro del campus. Desconozco los motivos, pero venía como solía hacer, sola, sin ninguna idea de lo que el fin de semana me deparara y sin que eso me causara ninguna molestia.
            Subo los escalones, saltando de dos en dos, como yegua en la recta final. Siempre he sido así, un poco salvaje, un poco vale madres, un poco desatenta a lo que sucede fuera de mí hasta que me interese indagar. Abro la puerta con estruendo, dejando caer mis útiles en el piso de loza. Andrés me mira con su sonrisa chueca.
            “Ponte guapa, vamos a una exposición.”
            “¿Qué tan guapa?” pregunto, un poco nerviosa porque no suelo llevar ropa de vestir, y no tengo, de todas formas, nada ya que he estado bajando de peso misteriosamente. Se me ahuyenta un poco el cansancio, con la ansiedad que esta propuesta me provoca.
            “Sólo cámbiate. Ponte algo negro. Siempre te ves bien de negro.”
            Teo sale de la recámara, recién bañado, “Sí, ya vámonos saliendo. Empieza a las ocho en la Roma. Hay que llegar al comienzo.”
            Quizá habría que explicar un poco de la historia de fondo. Andrés y Teo son de ese grupo de hombres que van rondando por las aperturas de galería, aprovechándose de la oferta cultural de la ciudad para emborracharse gratis, mientras también consumen exposiciones de vanguardia, o de arte totalmente tradicional, neobarroco, figurativo, paisajista… da igual. El chiste es sacar el periódico y escanear los anuncios para el sitio donde mejor tequila vayan a servir, en las zonas más cómodas para acceder. Andrés trae coche. Es un vochito azul y es de su jefa, la licenciada. Sus días se van en llevar paquetes para entregar de un lado de la ciudad a otra. Ellos llevan un par de meses llevándome de acá para allá, ya que di el afirmativo de que me gustaba el arte y me daba gusto acompañarlos. Claro. Todo era nuevo.
            En general, ellos iban más que yo, pero durante un par de meses, una o dos veces a la semana, me encontraba en la situación de haber recorrido una pequeña galería, conversado conmigo misma la calidad, significado o contenido emocional de la exposición y esperado gentilmente a que los meseros esquivos les entregara un último caballito a los hermanos y sus cuates, mientras con mala cara les hacía saber que se acababa la fiesta. Ya reconocía las caras de algunos de este grupo de consigna incógnita. Los observaba yo, hasta más que el arte colgado en las paredes, tratando de sacar un sentido cohesivo de su fraternidad. Se me escapaba. Yo sólo veía que después de dos o tres copas, ya empezaban, algunos, a discutir con más fuerza, sus gestos se hacían lentos, sus caras retorcidas, y parecían hechos de barro. Perseguían las bandejas cargadas de chupe gratis, echándose, de pronto unos canapés para puntuar sus largos sorbos etílicos. Casi no había mujeres. Es decir, llegaban parejas, consumidoras de cultura, tomaban una copita y se iban, pero a este grupo misterioso, sin nombre ni afiliación, no se unía ninguna mujer que yo viera. Me sentía, como es de esperar, fuera de lugar, pero suficientemente ajena al asunto que no me sintiera implicada. No bebía nada y me parecía divertido ver el juego de acecho entre ellos y los meseros que si bien no los conocían, tenían órdenes expresas de no servir demás, ya que no era un vil antro, sino el alcohol servía de toque decoroso al consumo de “alta cultura”.
            No sé qué ponerme, pero mis opciones son tan limitadas que termino con un pantalón negro, medio aterciopelado, unos zapatos negros de cuero, sensatos, léase: sin tacón (los cuales me apartaba de una de la mayoría de la población femenina de la ciudad por lo observado), una blusa-playera que se me ajusta bien enmarcando con destellos de luz mi busto amplio, y un suetercito para el frío que ya cae a la par de la luz crepuscular.
            Es decir, puro colegiala, cero elegancia.
            “Vámonos.”
            “Pérenme,” gruño, “tengo que comer algo…”
Los veo con cara de exasperación mientras como una guayaba ya pasadita que está perfumando la cocina que, me dicen, quedó sin gas esa mañana. Me vale, tengo hambre.
            “¿Ya niña?”
            “Ya”, me limpio la boca con el envés de mi mano, busco una servilleta o algo para limpiarme la mano y no encuentro, pienso dos veces antes de secarme en el pantalón, y siento incrementar la ansia colectiva. Me jala del brazo Andrés de esa forma de quien se adueña de lo que no es propietario, un gesto que ya hace un par de semanas reconocí con incomodidad, mientras me paseara por la Roma, curiosamente parándonos en pequeños locales, talleres retacados de telas, máquinas de coser, cueros curtidos en el que se reunían hombres, algunos chimuelos y con las manos grasosas del trabajo, para chupar y jugar a las cartas sobre mesas desplegables hasta las altas horas. Había pensado—no sin disgusto—me está presumiendo con sus cuates, como si yo fuera trofeo. Pero ese pensamiento lo espanté para no romper mi felicidad precariamente ganada en cuanto a vivienda. En ese gesto poco paternal volví a sentir la misma náusea, la volví a ignorar… al final, me llevaba más de 20 años, y además yo había sido novia de su hermano menor… lógicamente, tendría que entender que las cosas no iban por ahí.
            En 10 minutos, ya estamos frente a una casa de cultura de arquitectura decimonónica, pura piedra y escaleras amplias, iluminada con un diseño de colores coherentes que conducían a una pasarela central y un umbral enorme de madera tallada. Veo la larga cola de gente bien vestida, en ropa de gala, con invitaciones personalizadas caligráficamente en la mano. Siento que el corazón se me revienta, y una piedra cae en la boca de mi estómago. Me mareo. Me quiero echar para atrás, correr en la noche fría, sola.
            “No tenemos invitación” le digo en un susurro agitado a Andrés, que me está sujetando el brazo.
            “Tú sígueme, nos vamos a colar.”
            “No mames.”
            “Ya vente.”
            Y no sé cómo, pero me dejo llevar por el miedo al espectáculo, o por miedo de quedarme espantada a media calle sola, y nos infiltramos a la cola ya en la puerta, y el chavo que está revisando las invitaciones le hace un ademán de reconocimiento a Teo, leve, casi imperceptible, con un movimiento de su mandíbula y un parpadeo, y ya, pasamos.
            “Es una retrospectiva de José Luis Cuevas. Sí lo ubicas, ¿no?”
            Mis ojos como dagas son la única respuesta a Andrés, pero claro que sí lo conozco porque pocas semanas antes, hurgando en las pilas de libros en una de las librerías de viejo en Donceles, había dado con el último ejemplar de un tiraje ya agotado de El libro vacío (necesario para mi clase de narrativa mexicana) cuya tapa lucía un diseño suyo—imposible no reconocer el estilo único de caras desfiguradas y monstruosas, cubistas.
            Navegamos el espacio lleno de gente fuera de mi órbita y pienso, al menos aquí nadie me conoce, y a la vez estoy rezando a un dios en el que no creo que me trague la tierra de inmediato. Pasamos por pasillos llenos de obstáculos, es decir, esculturas estratégicamente puestas para prolongar mi miseria, y trato con afán desesperado de meterme al corazón latente de la exposición sin que nadie me delate, alejándome con paso apresurado, de Teo y Andrés y su bola de conocidos que ya se están saludando con palmadas en la espalda. Estoy mareada. Se me regala una copa de champán y acepto, consciente de que quiero disimular mi rareza, mi condición de no-invitada a la fiesta. Vago por la planta baja de la exposición tratando de desaparecerme, de desintegrar mi ser burdo y torpe y fuera de lugar, pero las paredes son blancas, y yo estoy vestida de negro, y al final, aunque siempre lo he querido, nunca se me ha dado el don de la invisibilidad.
            “Ayyyyy, nena…” oigo una voz nasal penetrar mi soliloquio interno de la vergüenza, y alzo la vista para encontrar una compañera de mi clase de teatro, bajando los escalones, con un vestido plateado transparente, de una tela casi líquida, “qué lindo verte por acá. Hasta por fin sales”. Para acabar de humillarme, baja con un gesto de bailarina, y me saluda de beso. No sé si su risa es de genuina alegría o de malicia, y todo parece girar, fuera de enfoque, las caras de sus acompañantes, hombres pulcros, galanes, altos, con agua de colonia que no arroja dejes punzantes de etanol como en el que suelen bañarse los oficinistas y trabajadores de clases subyacentes. Esto es la alta burguesía, pienso, y se me cierra la garganta y quiero que me borre de pronto la luz cegadora de la que cantaba Silvio aunque la situación fuera otra.
            Me desafano de sus garras de inquisidora, con un mínimo roce, “sí, sí, te veo el martes”. Sonrisa falsa, la mía, mi máscara de acero, de sangrona que encontré por ahí para sobrevivir mis cursos en el que si no me tachan de idiota, me ignoran por completo. Quisiera escaparme de esta pesadilla. Casi no puedo respirar, voy subiendo la escalera de dos en dos, sin correr, claro,  para buscar algún rincón dónde sentarme hasta que pase este pánico, huyendo cual criminal, de la escena del crimen. Sigilosa y gatuna.
            De repente, Andrés me abraza desde atrás, y siento el pesar de su aliento alcohólico en mi cuello, sus brazos ya flojos como marioneta cuyas cuerdas se soltaron, posando sobre mis hombros. Siento una mezcla de miedo y pena, y sigo subiendo la escalera ya a un paso más rápido. Subo, y subo, saltando pisos y pasillos de exposición, cuerpos envueltos en telas pasadas por las manos de sastres de alta categoría, sin color, transparente, quiero convertirme en agua cristalina y escurrirme por las ventanas que dan al patio central. Y no sé cómo, pero a pesar de su estado ebrio, Andrés sigue escalando al lado mío, dando las vueltas al infinito hasta llegar al último piso, donde ya no hay exposición, sino está la oficina de la dueña (por el decorado adivino que es dueña) de la galería. Hay un baño. Me escabullo y cierro la puerta. Andrés me sigue con unos ojos que me asustan, llenos de esperanzas mal puestas, fantasías no correspondidas, que hacen de su cara una máscara más, podría ser una de las obras, una escultura monstruosa y viviente. Me meo, no sin antes bajarme los pantalones, me quedo, respirando sobre la taza de porcelana, con mis pantalones sin chiste por mis tobillos. Pienso, tengo que levantarme, tengo que volverme a vestir, tengo que salir allí donde ya no soy anónima. Pasan minutos que son horas, u horas que son minutos. No lloro. Me echo agua en la cara y me veo en el espejo, no me reconozco, me desdoblo. Yo y mi otra, los ojos que me miran son fieramente esmeraldados con destellos dorados. YA salte, me regaño.
            Y abro la puerta para encontrarme a Andrés, con una sonrisa estúpida, y un ramo de flores en la mano que me presenta como regalo que minutos antes había yo visto en un florero en la mesa de la directora.
            “No las quiero” le digo, gélida. Y se queda ahí, insistiendo en que tome las flores hurtadas. Lo dejo solo, con las pendejas flores en la mano y bajo ya corriendo, ya sin importarme nada, con el viento en la espalda que genero con mi propia rabia. Y salgo a la noche, sola, donde agarro el primer taxi que veo. Teo me grita algo, pero no volteo, Andrés lo alcanza y los veo achicarse en el retrovisor, aún con copas en la mano.

            Por la mañana me disculpo con la excusa de que se me había descompuesto mi pancita. Teo me trae sopita. A Andrés no le puedo mirar a los ojos ya. Me siento invadida. Al mes me escapo a la playa y luego me voy de la casa, a vivir con un novio que no me conviene. Pero eso sí, siempre tendremos a Cuevas.