sábado, enero 12, 2013

Eran días de sol.  Acababa el mundo y no acababa nada.  Tenía hambre de sentirlo todo, de suspenderme en el aire. Vos tenías una mirada concava, al tamaño del planeta. Vos tenías los ojos que me robaban el aliento, que regalaban música, ritmo, ardor.

Aquellos días, donde una mirada se extendía como una manta, como el mar profundamente azul, como una playa cuyas escolleras no dejaban que la arena se escapara de los recovecos inéditos de mi memoria. De mis dedos.  De los tuyos. Podés contar conmigo decías en esas cartas llenas de deseo encendido, y yo con mi duda exangüe, yo con mi imposibilidad de saber, yo con la infinita ignorancia que nunca, nunca jamás habría más de lo que había en ese instante, bajo el sol, en la ostra de nuestra vida, nuestra muerte.

Todo era posible entonces. Todo menos el estar tranquilos, el dejar de girar, el dejarse suspirar, expirar, vendarse los ojos ante la imposibilidad de la juventud. Todo parecía posible. A punto de reventar ¿Y ahora? ¿Quiénes somos? ¿Quién sos vos que no te reconozco en tu flaqueza espiritual? ¿Quién soy yo, enredada en las sábanas blancas del destierro donde la justicia resuena como eco falso en mis tímpanos, corazones palpitando ritmos burguesamente aplacados.

No ese destello de luz que caía, atravesando hojas con un verdor tan intenso que mareaba, no esa mano que quitaba el mechón de pelo de mi cara con una ternura infinita, no esa eternidad que no duró ni cinco segundos, ni dos mil años luz. No.

En la oscuridad, ya no siento. Mentira.  En la oscuridad siento todo. Suspendida en la nada, la que nada en el fondo del mar. El sol, intransigente en mis recuerdos. Las olas rompiéndose en la arena desvaneciente. Y vos con la eterna pregunta que no supe contestar. Y vos con una vida anhelada.  Y yo con una vida congelada.